Como ejemplo, quiero citar un comentario de qwertyy en un artículo de este blog titulado “Tolerancia o intolerancia de la Iglesia”. Este ilustre comentarista ateo (o agnóstico, no estoy seguro) sentenció:
“Siempre que un bloguero de Infocatolica publica un artículo defendiendo la tolerancia del catolicismo, los comentarios de los católicos a dicho artículo lo dejan en evidencia”.
Hay que reconocer que fue una frase feliz. Un epigrama estupendo: conciso y ácido, como deben ser los epigramas. Y no muy lejos de la realidad. Aunque los lectores de este blog constituyen un grupo selecto del que me siento justamente orgulloso, es cierto que, de vez en cuando, las discusiones suben de tono y el colerómetro se eleva más de la cuenta. El orgullo, la impaciencia, la ira y otros pecados no son desconocidos en Espada de Doble Filo, empezando por su autor.
Convendría, eso sí, examinar en profundidad el argumento. ¿Acierta qwertyy al pensar que los enfados o incluso faltas de caridad que puedan verse en este blog desmienten lo que decíamos sobre la tolerancia de la Iglesia? A primera vista sí, pues parece que los hechos lo confirman. Yo diría, sin embargo, que el epigrama de qwertyy no sólo no es un argumento contra el catolicismo sino, más bien, en su favor.
Y, para verlo, sólo hay que tener en cuenta un principio cristiano que, comprensiblemente, qwertyy no ha recordado: Los cristianos no nos anunciamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo. El ejemplo que damos los cristianos no es de personas perfectas y sin ningún fallo, sino, ante todo, el de pecadores que han encontrado la misericordia infinita de Dios. No afirmamos ante el mundo “mirad qué buenos somos”, sino “mirad lo bueno que ha sido con nosotros Dios”.
En consecuencia, no hay problema en conceder una de las afirmaciones de qwertyy: el autor y los comentaristas católicos de este blog, a menudo, dejamos bastante que desear. Y no hay problema en admitirlo porque, si algo demuestra ese hecho, es la inmensa tolerancia de la Iglesia. Porque, increíblemente, la Iglesia es perfectamente consciente de nuestros pecados, y aún así nos ha acogido como Madre. Miro a las personas de mi parroquia y, enseguida, recuerdo las palabras de San Pablo: “Mirad quiénes fueron los llamados. Pues no hay entre vosotros muchos sabios según los criterios del mundo, ni muchos poderosos, ni muchos nobles. Al contrario, Dios ha escogido lo que el mundo considera necio, para confundir a los sabios; ha elegido lo que el mundo considera débil, para confundir a los fuertes; ha escogido lo vil, lo despreciable, lo que no es nada a los ojos del mundo, para anular a quienes creen que son algo”. Así eran los cristianos del siglo I y así seguimos siendo los cristianos del siglo XXI.
De hecho, cada Eucaristía en la que participamos, comienza con una admisión pública de nuestras grandes deficiencias. Reconocemos, ante todos los que nos conocen y los que no nos conocen, que hemos pecado. Y no ligeramente o por casualidad, sino que hemos pecado mucho y en todas las modalidades posibles: pensamiento, palabra, obra y omisión. No se cobra la entrada, así que cualquier ateo o agnóstico que lo desee puede acudir a una Misa y ver a los católicos reconociendo que son un desastre. No es algo que mantengamos oculto.
Es más, no tenemos (o no deberíamos tener) ningún problema en reconocer que, sin la gracia de Dios, seríamos cien veces peores. Y que no hay pecado tan bajo o repugnante que no fuésemos capaces de cometer si abandonásemos a Dios o él nos dejase de su mano. Lo primero que descubre el cristiano al convertirse es su propia debilidad, Porque Cristo no vino a salvar a los justos, sino a los pecadores.
Resulta verdaderamente curioso que precisamente el grupo que propone la moral más exigente del mundo, con mucha diferencia, proclame a la vez el amor incondicional e infinito de Dios a los pecadores. La Iglesia, que sabe que sería mejor que el mundo se hundiese antes que consentir un sólo pecado venial, abre sin embargo sus brazos a los más terribles asesinos, idólatras, violadores, ladrones o pecadores de todo tipo cuando buscan misericordia. Y es curioso que, esos mismos pecadores desastrosos, cuando se dejan transformar por Dios, son los que llegan a ser santos, no por sus méritos, sino por la gracia de Dios.
Me atrevería a decir que, cada vez que un ateo o agnóstico se encuentran con un católico pendenciero, orgulloso o malgeniudo, deberían alegrarse. Porque, en el improbable caso de que un día descubran que la fe católica es verdadera y el camino de la felicidad, pueden estar seguros de que todos los pecados, meteduras de pata, defectos y vergüenzas que hayan adquirido a lo largo de sus vidas, por gravísimos que puedan ser, no les impedirán recibir la misericordia de Dios. Nosotros recibimos gratis esa misericordia, así que también ellos podrán recibirla gratis. Si unos pobrecillos llenos de pecados como los católicos que escribimos aquí hemos sido amados infinitamente por Dios, también ellos pueden recibir ese amor, que es el único secreto de la felicidad.
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